Lo miraba.
Exploraba cada poro de su piel, sin necesidad de desnudarle (al menos
literalmente). Me dirigía a sus ojos, recorría su cara, llegaba a la boca con
su perfecta y blanca dentadura. Sonreía. Iba bajando, sus pectorales, sus
abdominales. Su esbelto y perfecto cuerpo. Al menos lo que mi imaginación me
hacía entender. Imaginaba lo que se escondía bajo su vestimenta. Bastante casual, lo que suponía un plus a mi
gusto. Sus pitillos negros, su camisa básica blanca, su chaqueta vaquera, y
cómo no: sus converse blancas –últimamente
se las ponía casi siempre-. Y es que a él todo, absolutamente todo (y cuando
digo todo es todo) le quedaba bien.
Lo observaba,
lo contemplaba, o más bien lo admiraba. Admiraba su manera de actuar, incluso
de ser (lo había observado tanto que, incluso lo conocía más de lo que se
imaginaba). Claro que yo para él era un absoluto extraño. Seguro que ni se
había inmutado del hecho que llevaba cerca de dos años preparándole el café por
las mañanas, que me sabía de memoria que su tostada preferida debía ser de
mantequilla y mermelada de fresa y que, en día de bajonas prefería chocolate caliente y nada más. Que prefería la literatura moderna, que de vez
en cuando leía periódicos y que, a diferencia de muchos, prefería no estar todo
el rato mirando el móvil.
Sí, tenía un
encanto hechizante. Sentía que lo sabía todo sobre él, sin necesidad de haber
hecho intercambio de palabra alguno. Me había acostumbrado a su presencia, que
aunque breve, me alegraba el día de trabajo en aquel bar. Solía ir con una
mochila, por lo que suponía que iba a la universidad, o en todo caso, a bachillerato
(parecía tener ya los 20 años). Sentía que lo sabía todo, lo cierto es que ni
siquiera conocía su nombre, aunque sí el olor de su perfume.
Aquel día
llegó algo más tarde, y en vez de media hora (como normalmente hacía), se quedó
casi dos, en su asiento de siempre, en el rincón que daba a la ventana. Y en
vez de leer algún libro o periódico, sacó su ordenador y empezó a escribir.
Supuse que llegaba tarde a clase, y en vez de correr decidió no asistir. Parecía
nervioso.
Así era, un
día tras otro. Y yo por temor al rechazo me limitaba a hacer mi trabajo: servir cafés,
fregar platos… en fin, lo que suele hacer un camarero. A diferencia de él yo no
iba tan arreglado, ni olía tan bien… entre la universidad por la tarde y el
trabajo por la mañana apenas tenía tiempo.
¿Cómo podía
sentirme así por alguien a quien ni siquiera conocía? Trataba de no
obsesionarme con él, ni con la idea de hablarle, pues aquí el mayor de mis
miedos: ¿y si no era homosexual? Me daría algo si por una vez en mi vida me
hiciera el valiente y cayera de bruces. ¿Y si, haciendo eso ya no lo volviera a
ver más? Aún así hice un vago intento por cruzar algunas palabras, me apresuré a andar, y cuando sus ojos se cruzaron con los míos me quedé helado, de piedra. No pude. Y se fue.
Se fue. Otro día más. Otra oportunidad perdida. Dejó el dinero del desayuno y una propina. Me fijé, había un número de teléfono. “Báh, seguro que es para alguna de mis compañeras” pensé. Detrás había una nota: “La vida es maravillosa si no se le tiene miedo” – Charlie Chaplin. Sonreí, no me lo creía. Sabía que era para mí. Era la cita que apareció en el sobre de azúcar que llevaba el primer café que le serví.
Y para terminar...
Desconocía tu talento para las letras. Enhorabuena Sara y a seguir así! Besos :)
ResponderEliminarMuchísimas gracias guapísima! Espero que todo te siga yendo igual de bien! Besitos :)
Eliminaraiiiiiii mi amiga���������� acabo de enamorarme
ResponderEliminarEnamorá me tienes tú a mi niñaaa��
Eliminar